Mirada al Sur
Una charla sobre el impacto de la innovación o por qué la tecnovaca vale mucho más que un torazo de la Rural.
Faltan pocas semanas para que el ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva termine de mudarse por etapas al Polo de Palermo, donde ya funciona un laboratorio y otros sectores. En la sede de la avenida Córdoba, el ascensor es muy gentil dando la bienvenida mediante una voz de mujer altamente profesionalizada en tales gentilezas. El ministro Lino Barañao espera en su despacho, calladito, contenido, sin mayores efusiones. El hombre, sin embargo, funciona como un acelerador de partículas: a poco de largar entra en estado de vértigo. En un minuto de grabación entra, por arriesgar un parámetro, lo que dirían 617,43 De la Rúas. Lo que sigue es el resultado de un galope frenético sobre lo que se está haciendo en el país en términos de políticas científicas y tecnológicas. Un paseo a velocidad Warp que apenas arranca en Tecnópolis se pone a saltar con los guanacos de la Patagonia, relaciona microchips con patentes por genes obtenidos en Argentina (traducibles en miles de millones de dólares para el país), visita las plantas de Tierra del Fuego, mira a Monsanto de frente, crea nanoestructuras para la YPF recuperada… hasta volver en picada a Tecnópolis y concluir: más vale tecnovaca del Inta de Balcarce que toro campeón de la Rural, por más que se peine a lo Fort.
El inicio de la conversación (se pauta de manera pacífica, que hablar de Tecnópolis para Miradas al sur es algo redundante) conecta con lo previsible: los logros de la etapa iniciada en 2003. “Los cambios –dice el ministro– se reflejan en un presupuesto que viene creciendo, aumento de salarios, obras que se ven no sólo en el Polo Tecnológico, sino en todo el país. En marzo o abril de 2008 yo hablé de la necesidad de un plan de infraestructura de 130 mil metros cuadrados, como resultado de treinta años de no hacer nada…
–¿Ese número era una proyección salida de…?
–De un estudio del Conicet que había relevado la cantidad de gente que había y el espacio que faltaba, el Polo no estaba incluido. Ya llevamos construidos más de 60 mil metros cuadrados. Estas cosas hicieron que muchos científicos se decidieran a volver al país. Hoy ya no pesa tanto la idea de repatriación, sino que la gente que se va, se doctora, está tres años afuera, pero vuelve sabiendo que no va a trabajar con alambres sino con los mismos equipos que tiene en el exterior.
–¿Cuál es el último dato del Plan Raíces? ¿Unos 800 científicos retornados?
(Baraño intercambia datos con una secretaria: “902, 903…”)
–Más de novecientos, seguro (N de R: el “número correcto”, oficial y final que envían desde el ministerio asegura: 932 científicos e investigadores).
Cuando llega el momento de los subsidios a empresas del sector, Barañao dice:
–Las funciones del científico y la empresa son complementarias. Vos le ponés plata a la universidad o al Conicet para que obtenga información. Eso termina ahí porque la universidad no tiene posibilidades de fabricar nada. Por más que diseñe un celular no va a salir a fabricarlo. La empresa es la que toma la información y la convierte en un teléfono, un medicamento o en una olla a presión. Ni la empresa va a hacer investigación de alto nivel, ni la universidad va a fabricar mágicamente nada. Después podés discutir si la empresa va a ser estatal o de capital privado. El desacoplamiento entre ambos actores termina subsidiando el incremento de la brecha tecnológica; porque toda la información que se produce sin activar la cadena productiva termina siendo aprovechada en el exterior para mejorar la productividad de sus empresas.
Puna y glamour. Hay algo en el imaginario del ministro que podría emparentarse con la mítica del buen emprendedor capitalista, el gran innovador, casi la épica de garage del joven estadounidense de suburbios que se hace millonario y glamoroso. Sólo podría emparentarse porque acá entran míticas que van de la Puna, a las pampas, a la Patagonia, al conurbano también. En algún momento, Barañao cuenta cómo desde su retorno al país en 1984 encabezó protestas de nuestros investigadores contra las políticas ciegas y ajustadoras de diversos gobiernos. Hasta que “en mayo de 2003, tras una reunión con investigadores en el ministerio de Educación con Daniel Filmus, surgió que me postulara como presidente de la Agencia Nacional de Promoción Científica”.
–Acá surge el tema de ver las cosas desde el otro lado del escritorio. Nadie deja de reconocer que los sueldos de los científicos mejoraron mucho. Pero hay un conflicto con los becarios, que sostienen que son científicos precarizados. Tengo un sobrino que es activista de esa causa…
–Matías, creo… (el ministro se ríe con un ja-já sonoro. Suena espontáneo). Hay una discusión sobre si un becario es o no un trabajador. La beca es un estipendio que se da para completar la formación universitaria, para obtener un título de doctor, está condicionada a eso. La sociedad paga para que el estudiante termine su formación. La universidad carga el disco rígido de una cantidad de información pero no la capacidad de hacer preguntas nuevas, que es lo que da el doctorado. El doctorado, además, habilita para una cantidad de oportunidades. Distinto es el caso de alguien que no quiere obtener el doctorado, que prefiere trabajar en el laboratorio, contribuye a la investigación, pero no tiene ese plus que da el doctorado. La beca cumple su función pero sucede que por la excesiva longitud de las carreras a veces se dan casos de gente con más de 30 años haciendo una tesis con una beca y eso no es muy lógico. Ya cinco años es mucho para un doctorado, en Europa son cuatro.
–¿Cuáles son los límites en nuestro país?
–Son cinco años, pero después se piden prórrogas; se extiende hasta seis o siete años el período como becario. Yo optaría por un período más corto y luego o se entra al sistema científico o al productivo o a un gobierno municipal o provincial, que es algo que queremos promover: un estado más profesionalizado, la capacidad de resolver problemas usando métodos científicos, ser útil en la gestión hasta de una cooperativa.
–Aunque sean números gruesos. ¿Cuánto cobra en promedio un investigador en su primer año y cuánto un becario?
–Debe estar en un quince por ciento arriba de un becario (N de R: nuevo intercambio de datos con la asistente. Según los números oficiales, hoy, por una beca doctoral se cobran $5.100. Un investigador asistente comienza con $7.825 pesos).
–Lo que decía sobre científicos en gobiernos municipales permite pensar en un biólogo/funcionario que se ocupe del problema de las napas contaminadas en el conurbano. Hay una cantidad de problemas ambientales en Argentina: agua, contaminación en las ciudades, denuncias sobre glifosato, debates sobre minería a cielo abierto. ¿Qué políticas específicas tiene el ministerio para generar oleadas de investigadores dedicados a estos temas, sabiendo que son especialmente conflictivos?
–Tenemos una unidad de gestión socioambiental para proyectos propios. También una línea de financiamiento para producción limpia de las empresas. El tema ambiental está ahora en los doctorados, como otros, no es que tenga una prioridad particular. Estamos tratando de implementar una línea de trabajo que se llama Municipios.doc. Así como le pagamos al becario para que vaya dos años a una empresa, queremos hacer lo mismo con los municipios. Si un becario tiene un doctorado en Sociología sobre evolución de los emprendimientos municipales, es una experiencia útil. Ahora, si se trata de Filosofía y el concepto de belleza en Lucrecio, es más difícil. Y lamentablemente todavía tenemos una universidad en la que los temas son una repetición de los ya trabajados por los investigadores, que tienen una tendencia a clonarse, que es lo más fácil. Un becario especializado en historia de Galicia no más allá del siglo XVII es un problema para ubicar.
–Se entiende la lectura pero es casi ofensiva para las humanidades, para los que estudian Historia…
–Dentro de Historia hay cosas que te van a ser útiles. Yo pretendo de las Ciencias Sociales lo que pretendo de cualquier ciencia: que presten atención a la posible utilidad de lo que hacen. No estoy en contra de la libertad académica. Argentina tiene una cantidad de problemas de índole social que ameritarían ser estudiados.
Vicuñas, guanacos, ovejas malas. Es particularmente a partir de este tramo de la entrevista que Barañao comienza a galopar sobre problemas y proyectos concretos en territorios muy distintos. Comienza por el hilado de lana de vicuña como podría comenzar por el diseño de vehículos inspirados en el bicho bolita, siempre con la consigna “cómo hacer para que eso sea sostenible”.
–Lo que se necesita es que el Estado avance un paso más, porque si no hay una demanda hay que generarla y lo mismo con el gerenciamiento local. Para eso necesitamos sociólogos, antropólogos. Lo mismo con el manejo del guanaco para hacerlo sostenible y reemplazar a la oveja.
–¿Es cierto que la oveja es un bicho malo que contribuye a la desertificación de la Patagonia por el tipo de ramoneo que practica?
–Es así. La oveja arranca y el guanaco muerde y corta. La oveja tiene un tipo de pezuña que daña el terreno y el guanaco unas patas acolchadas que no dañan, es un bicho adaptado a su ecosistema. Y ahora hay un tema interesante no sólo para la biología, sino para las ciencias sociales: en el Norte andan diciendo que la vicuña es una plaga que rompe los alambrados y le quita la comida a la oveja. Lo que pasa es que hay que hacer un manejo adecuado con un bicho que todavía es salvaje. Como hacían los incas, que ponían a las vicuñas en una especie de embudo para esquilarlas y después soltarlas. Lo que hay que hacer es que la vicuña se industrialice con alta calidad en el lugar; que el productor jujeño haga un pulóver que se pueda vender en Europa en competencia con un pulóver italiano. Con una etiqueta que diga que fue hecho por las comunidades originarias, con trabajo justo, con salvaguarda del medio ambiente. Esta etiqueta le da valor a ese pulóver. Es un rol para el Estado: no puede ser que se paguen dos pesos con cincuenta por la lana y que en Milán se venda a 300 euros.
–En el marco de los programas de federalización de ciencia y técnica, ¿el ministerio trabaja en estos temas puntuales?
–Sí, hay programas específicos sobre el tema de la industrialización de fibra de camélidos. Lo mismo con los cultivos andinos. No sólo la quinua que está de moda, sino también una planta a la que le pongo todas las fichas que es el yacón, una especie de batata que es dulce pero tiene un tipo de azúcar apta para diabéticos. Todo el tema de los probióticos, los alimentos que producen efectos saludables, es importante. Existen unos doscientos millones de diabéticos en el mundo. Hay un mercado de millones de personas en Medio Oriente, China, India, que ahora comen mucho y no hacen ejercicio. Producir jaleas o edulcorantes con la etiquetita que te decía es hacer también que nuestra población del Norte viva de lo que produjo históricamente. Nuestra misión es vincular un mercado emergente atractivo con el desarrollo de poblaciones que no sólo no recibieron el aporte de la ciencia metropolitana, sino que le sacaron lo que sabía. Esta gente cultivaba en andenes que garantizaban parámetros de temperatura o humedad, tenían llamas y alpacas que son mejores que las ovejas… y se las sacaron. Es también una reparación histórica.
–El mismo tema pero saltando a las industrias de Tierra del Fuego, catalogadas como meras armadurías. La Presidenta habla seguido sobre la necesidad de incorporar más producción nacional en lo que se fabrica…
–Con uno de los fondos sectoriales estamos trabajando junto al equipo de la universidad del Sur, en Bahía Blanca, del doctor Pedro Julián, en el diseño de un microchip nacional que va a servir para los nuevos boxes que vienen con el televisor o para celulares y netbooks, para bajar películas por cable y no por internet. No se trata de producir el chip, esto se sigue haciendo a bajo costo en China u otros países. Lo que se paga es el diseño, el testeo y el software que se carga en el chip. El chip en sí mismo vale centavos. Es como el celular: armarlo lleva 180 segundos. Lo que más vale es el diseño, la información que le metés adentro, un software abierto que permite mejoras continuas. El tema de las empresas con base tecnológica lo estamos trabajando activamente con el ministerio de Industria y con el Inti. Pensá que uno de los desarrollos de juegos más bajados del I-Pod era de desarrollo local.
–El valor agregado no se juega ni en los componentes ni en el armado, sino en la información, el diseño…
–Lo que genera valor es quién tiene la patente del diseño, del software de un celular, por ejemplo. Un celular vale lo mismo que una camisa. ¿Cómo puede ser eso? Es un cambio muy importante. Yo en Tierra del Fuego lo que pondría son grandes compañías de software. No habría costos por transportar productos a miles de kilómetros y es un lindo lugar para vivir, sobre todo para los programadores a los que les gusta estar encerrados y después pueden salir a pasear.
–¿Es fácil para Argentina competir con países como India en el tema de diseño de software?
–No es fácil porque los costos en India o Pakistán son bajos. Pero si apostamos a lo disruptivo, a la originalidad, sí tenemos chances. Los argentinos somos famosos por no seguir las reglas. Eso es malo en muchos casos pero puede ser bueno si hacés las cosas mejor. Tenemos el caso de Invap que hace satélites, radares, reactores.
–¿Qué explica el milagro o la excepcionalidad de Invap?
–Que es un equipo de profesionales de altísimo nivel, son la gente más inteligente que conozco. Más una gestión empresarial de alto nivel. Los tipos saben resolver un problema y saben negociar un costo como cualquier multinacional. Con una ventaja: son casi una cooperativa. Cuando les va mal todos ponen, hasta el gerente general pone plata. Y cuando las cosas van bien reparten un bono para todos. Saben que van a recuperar y les gusta trabajar en Invap. Es un ejemplo digno de ser imitado.
–¿Por ejemplo?
–Miguel Galuccio (N. de R: el Ceo de la YPF recuperada) tiene la idea de hacer una empresa de alta tecnología para yacimientos no convencionales, una Invap del petróleo.
–¿En este caso, el tema es diseñar los fierros para perforar o se trata de otra cosa?
–No, no. Vos vendés tecnología, es lo que hacía Galuccio en la empresa de la que viene. No produce petróleo, sino “tecnología para”. Es más complejo que los fierros. Es el modelo de computación para saber cómo hacer los agujeros. Es el material nanoestructurado para enchufarlo al pozo y mantener la abertura abierta. Es cómo manejar el impacto ambiental por el tema del uso del agua…
–Esperemos que lo dejen trabajar…
–Yo creo que tiene polenta, se va a imponer por su idoneidad.
–El país viene de un problema de falta de ingenieros, ¿que más se necesita para esto?
–Tenemos pocos ingenieros, pocos programadores, ahora vamos a necesitar más geólogos porque no se estaba explorando.
–¿Qué otras ramas del conocimiento deberían intervenir en este tipo de desarrollos?
–Ingenieros de procesos, químicos, biólogos. Esa celulosa nanoestructurada de la que te hablé, la que se necesita para mantener la abertura de los pozos no convencionales, es una especie de gel. La produce una bacteria. Esa capita blanca que deja el vinagre, eso es celulosa nanoestructurada. ¿Qué hay que hacer? Hacer crecer esa bacteria en grandes tanques y producirla en grandes cantidades. Es un problema para biotecnólogos, para microbiólogos.
La conversación vuelve a la puesta de Tecnópolis. “El chico que va a la Rural va a ver un toro campeón y sabe que la vaquita seguirá siendo ajena, como dijo Atahualpa. Pero si ve un robot en Tecnópolis sabe que si desarrolla un software de computación puede ser el dueño de ese robot. Son modelos muy distintos.
–Es emblemático que ambas exposiciones coincidan en el tiempo…
–Tal cual. Y, paradójicamente, las vacas de Tecnópolis valen mucho más que las que están en la Rural. Porque una vaca que produce 70 gramos de hormonas de crecimiento en la leche son varios miles de dólares de diferencia, por más que la otra sea una vaca campeona hermosa. O la vaca del Inta de Balcarce, Rosita Isa, que produce leche maternizada. Ahí está la tecnología y no la hizo un gran productor, sino dos veterinarios de clase media laburando con el Estado.
La rentabilidad de un bonito gol de la ciencia
–Tenemos buenos biólogos y genetistas. Usted hablaba del conocimiento que se va afuera sin crear patentes. Siendo que existen empresas argentinas que desarrollan semillas modificadas, ¿cómo es que tenemos que depender de patentes extranjeras en ese terreno?
–Es un problema bastante complejo. Por un lado tenemos el mejoramiento tradicional: un tipo que a lo largo de años de prueba sabe qué tipo de semillas andan bien en Trenque Lauquen. A eso se sumó la biotecnología que te permite “copiar y pegar” sacándole a una bacteria algo y ponérselo a la soja o el maíz para que sea resistente a un herbicida o que no se lo coma un bicho. Ahí hay una disputa sobre qué vale más: si la información asociada a saber qué planta es la que más produce o la información sobre el gen que vos pusiste. La compañía que produjo el gen va a decir que el gen vale más. Durante mucho tiempo, Argentina fue comprador de tecnología. A partir de que el país comienza a desarrollar tecnología propia, la situación cambia. Es lo que dijo la Presidenta cuando habló del gen que aisló la doctora Raquel Chan (N de R: la bióloga molecular que se desempeña al frente del Instituto de Agrobiotecnología del Litoral). Lo patenta el Conicet y eso no sólo permite aplicarlo acá y tener más producción, sino licenciar el uso de ese gen. Como hace Monsanto: ¿querés usar ese gen? Pagá. Sacá las cuentas y cubrís el presupuesto del Conicet de los últimos años con eso solo.
–Para precisarlo más. Un buen gol de nuestra ciencia termina siendo súper rentable en términos de lo que el Estado puso para ciencia y técnica…
–Totalmente. Y te digo que no es una patente sola sino varias, como las relacionadas con vacunas que estamos haciendo con Francia. Las cifras están en el orden de los mil millones de dólares de licenciamiento. Son cifras habituales a nivel global, lo que se le paga a una firma de Sillicon Valley. Lo que está empezando a ocurrir es que Argentina produce cosas que valen eso. Mil millones de dólares son tres años del presupuesto del Conicet; y hablamos sólo de una patente. Más la mayor competitividad para el productor argentino que aunque haya sequía va a seguir produciendo. Y vamos al paso siguiente en la tecnología: alimentos mejorados, más sanos, con menos alergenos, más eficiente para el uso de los fertilizantes, que, como los agroquímicos, no son inocuos.
La próxima generación: apostar a genes machazos
–¿Cómo se regula en el país el tema de las ganancias económicas que generan las patentes? ¿Está previsto que se redistribuyan en parte en el propio sistema de ciencia y técnica?
–El sistema es muy generoso comparado con el norteamericano. Si un investigador del Conicet encuentra algo, el 50 por ciento de los beneficios va para él y el otro 50 para el Conicet o se reparte entre el Conicet y la universidad, si participó en esa investigación.
–¿Y cuando participa la empresa privada con el Estado?
–Si hay una alianza con una empresa se determina según lo que invirtió cada uno. Cuando hacemos acuerdos con las empresas establecemos que lo que invirtió el Estado se multiplica por cuatro por todo lo que invirtió antes; de pronto son veinte años investigando una yerba. Con la propiedad intelectual no se puede ser ni fundamentalista ni inocente. No podés desconocer las grandes presiones que hay detrás de las patentes y cómo las grandes compañías pretenden usarlas en prácticas monopólicas. Tampoco decir “las patentes son malas, no patento nada” porque entonces te curran. Si este gen aislado por la doctora Chan no lo patentamos, habrá alguien en Minnesota que diga “Ah, mirá qué interesante, vamos a producirlo con una bandera argentina. Pero si querés usarlo te lo cobro”. Hay un estudio que se hizo de los ’80 a los ’90 y pico que demostró que con los 500 mejores trabajos de investigación hechos en países en desarrollo se hicieron 250 patentes en los desarrollados, ninguno implicando a los investigadores originales. No basta entonces con tener la capacidad de investigar y de proteger la propiedad intelectual local. Con Raquel Chan y la Universidad del Litoral trabaja también la empresa Bioceres, una asociación de productores nacionales que va a producir la semilla y que se asoció con una empresa americana para aprobar esos genes y venderlos en Estados Unidos y tener ingresos.
–¿Qué pasa con la propiedad intelectual si un investigador argentino encuentra un gen que es gemelo de otro que patentó Monsanto?
–Debería ser mellizo, si no sería una copia. Pero no necesitás al gemelo o al mellizo sino a la siguiente generación. El gen de resistencia a la sequía de la doctora Chan es mejor que los que están desarrollando grandes compañías, porque no sólo se banca la sequía sino que, al contrario que los otros, si no hay sequía te produce 130 en lugar de 100. La idea no es copiar, sino hacer mejor y pelearles el mercado. Esta tecnología de vacunas en la que estamos trabajando va a servir para combatir parásitos, es oral y no necesita refrigeración. Grandes multinacionales están viniendo al país a ver en qué asociarse y hacer de novedoso porque saben que la capacidad de invención está acá.